La práctica de atacar y sancionar a funcionarios públicos que denuncian precariedades en el ejercicio de sus funciones es una problemática grave que afecta tanto a los individuos involucrados, como al sistema democrático en su conjunto. Esta acción, que puede manifestarse en formas como represalias, despidos, y sanciones disciplinarias, tiene múltiples consecuencias negativas, y solo manifiesta un autoritarismo mediocre de autoridades superiores.
Cuando los funcionarios públicos son sancionados por hablar sobre condiciones precarias, se envía un mensaje claro a otros empleados de que denunciar problemas puede poner en peligro sus carreras y su seguridad laboral. Esto crea un ambiente de miedo y silencio, donde las irregularidades y deficiencias quedan ocultas. Ello afecta a todo el contexto social, pues los servicios brindados son para la ciudadanía en general.
La transparencia en el sector público es crucial para la buena gobernanza de cualquier nación que apunta a ella, por lo que los denunciantes suelen ser una fuente vital de información sobre prácticas corruptas, ineficiencia y abusos de poder. Atacar a estos individuos socava la capacidad del público y de otras autoridades para supervisar y mejorar la administración pública. Menos mal que hasta en el Ministerio Público reina la mordaza para quienes exponen deficiencias.
Cuando se percibe que los funcionarios públicos son castigados por tratar de mejorar el sistema, la confianza ciudadana en las instituciones gubernamentales se ve gravemente dañada. La percepción de que el gobierno no está dispuesto a admitir y corregir sus fallas debe llevar a un descontento generalizado y a una disminución de la legitimidad institucional. Al preferirse no abordar las precariedades denunciadas, y optar por abofetear a quienes muestran dificultades históricas por desidias, es postura de encubridor y tirano.
Esto no solo afecta la moral y el bienestar de los empleados, sino que también puede reducir la eficiencia y la eficacia del servicio público. Proteger a los denunciantes es esencial para fomentar una cultura de integridad y ética dentro del sector público y primera acción para mejorar los servicios públicos. Los empleados deben sentir que pueden expresar preocupaciones legítimas sin temor a represalias, pues al final de cuentas es un deber. Los funcionarios y las instituciones son más propensos a actuar de manera responsable si saben que sus acciones pueden ser supervisadas y cuestionadas sin que ello resulte en represalias para quienes alzan la voz. No es ningún ataque, sino una postura en favor de la institucionalidad para bien de todos.
Antes que embretar a dependientes se debería establecer y hacer cumplir leyes que protejan a los denunciantes de represalias. Fomentar una cultura dentro del sector público que valore la transparencia y que tenga retorno positivo, no debería ni siquiera estar en discusión. Asegurar que las denuncias sean investigadas de manera justa y transparente, y que se tomen acciones correctivas cuando sea necesario, tendría que ser la posición de la Fiscalía General del Estado, en el caso puntual del médico forense que desnudó el secreto a voces.
Solo atacar a los funcionarios públicos que tengan el coraje de mostrar realidades penosas que menoscaban la calidad de labores científicas de suma relevancia para la sociedad, es el sustento de la mediocridad institucional, defendida por quienes quieren que siga todo igual para beneficio de sectores que sobreviven mediante la ineficiencia ministerial.