Existe una generalización de reclamos ciudadanos por lo terrible de la inseguridad, y la dificultad en frenarla. Pero a la par de ello, existen componentes de la sociedad, “trabajadores”, que aportan para la preeminencia de la delincuencia.
Cuando trabajadores de una empresa, comercio, o industria, son los que sustraen bienes, dan detalles a otros sobre movimientos de dinero, por más ínfimos que parezcan, son acciones que sustentan la criminalidad detestada por todos.
Ser empleado infiel, no es meritorio, y es el nivel delincuencial más bajo, al fiel estilo de ratas.
Los que aprueban, incluso mentalmente, cualquier evento que implique despojar lo ajeno para beneficio propio, asumiendo que es justo por razones que van desde que el otro tiene mucho más o que es “plaga”, nada más se auto-descubre como delincuente de bajísima monta.
Todo pasa por la conducta personal en todo tiempo, y eso de que la ocasión hace al ladrón, no es nada más que la postura de verdaderas personalidades.
Las reglas positivas, las normas naturales y hasta las religiosas, marcan con meridiana claridad lo que significa no robar, y sus respectivas sanciones por desobedecerlas. No es propio del ser humano la deshonestidad como modo de vida. Se acrecienta la gravedad de acciones delictivas, cuando proviene de gente que en teoría tiene el concepto de trabajo como forma de vida, que son los normales y la mayoría, pues si así actúan los que presumen honestidad, qué serán los que asumen el gusto por lo ajeno.
La envidia y la codicia son rectores de visiones sobre lo justo para muchos, por ello se tiene la presente realidad de predominio de lo incorrecto, de lo degradante y del materialismo.
No pasa por una cuestión de síndrome de Robín Hood, pues se roba para sí para satisfacer de manera rápida el hedonismo vendido como aspiración humana. Se corrompe con facilidad, por la fragilidad moral, espiritual.
Desde desoír al sentido común de no morder la mano que alimenta, hasta la anestesiada consciencia que no inquiere por inconductas, reflota lo malévolo que genera más daño a uno mismo que a terceros afectados materialmente.
La inculturación de la honestidad deforma los principios sociales y multiplica lo de joder como modismo. Los ejemplos, o malos ejemplos venidos desde liderazgos que vivencian la corrupción, normalizan lo incorrecto como parte del día a día, por lo que prolifera desde arriba la inmoralidad.
Pero es urgente revitalizar valores, fortalecerlos desde los hogares, y exigirlos con ejemplos, no solo con palabras. Es esa la forma de restablecer el orden natural de las cosas, y restituir la autoridad moral para exigir a otros que se actúe conforme el deber ser. La deshonestidad debe ser la excepción a la regla, en todo momento.