Con el calor llegan las moscas que se enganchan al sudor del cuerpo. Bajo el sol justiciero provenzal el público se complica la vida aguardando al pelotón en la salida de Saint Paul Trois Châteaux, donde siempre quería dormir Lance Armstrong, o cuando pasan por Gap, calles llenas, la gente buscando sombras, los habitantes recordando que hace cuatro años, cuando llegó el Tour, no había nadie, porque el covid había cerrado la localidad a cal y canto.
Los ciclistas escuchan el cántico de las cigarras. No hay lugar en el mundo donde el sonido estridente de estos insectos resuene con más decibelios. Tadej Pogacar tarda 15 segundos exactamente en aparecer e irse, que son muchos menos si lo hace en pleno demarraje, a 12 kilómetros de la llegada, o bajo la protección de la meta. Las moscas se asustan y lo dejan tranquilo porque los vatios le salen por la boca, como si fuera un purasangre enfilando la recta final del Grand National.
Si hay montaña en la carta del Tour no hay referentes para dormirse o para hacer otra cosa. Esos 15 segundos en los que Pogacar viene y se va, después de seis horas de espera en la carretera, se hacen eternos. Suena la sirena del Tour. ¡Ataca Pogacar! Quedan 12 kilómetros. Es para volverse loco, para que Jonas Vingegaard se ponga la camisa de fuerza.
¿Por qué lo hace? ¿Tal vez por venganza? Pogacar se ha pasado los primeros 80 kilómetros de la etapa escuchando por el pinganillo las sirenas de su director, recordándole que vuelva al trabajo, que el Tour es eterno y que él vestido de amarillo lo ilumina todo. “Tadej, los Visma no paran, traman algo”. No hace falta que se lo recuerden. El pelotón se fracciona en varios pedazos antes de que los Alpes asomen por primera vez.
Hasta parece que será un día para los que viven detrás, los parias de la carrera, aunque algunos tengan contratos millonarios, los que no cuentan en una general que parece removerse sólo al son de tres corredores. En fuga gana Richard Carapaz, primer ecuatoriano que levanta los brazos en una meta del Tour, sabedor que, pese al dominio del trío calavera del Tour (Pogacar, Vingegaard y Remco Evenepoel), él ha ganado el Giro, ha sido campeón olímpico y ya ha subido a los podios del Tour y la Vuelta. Escapado, también, Enric Mas, que está en el Tour, aunque apenas se le vea, desanimado porque no le van las piernas como querría, llega tercero después de Simon Yates.
La algarabia está 8 minutos por detrás de Carapaz. Que Pogacar no sabe correr con las moscas encima, que Vingegaard y los suyos lo han estado mareando más de la cuenta. Y cuando demarra por mucho que se muevan las piernas de Vingegaard o las de Evenepoel la distancia cae como esas molestas moscas. Los insectos han vuelto al Tour. Poco antes del ataque, Pogacar se refresca, convierte a su bidón en una ducha que le llena la cara de agua.
La persecución a Pogacar es fantasía pura. Quedan dos puertos, montes de reparto, Noyer y Superdévoluy, nombre artístico por el esquí, donde sólo se anota un triunfo de Samuel Sánchez en el Critérium del Dauphiné. Son cumbres que, a partir de hora, serán recordadas por el genio de Pogacar, el que mira constantemente hacia atrás para ver dónde va Vingegaard. Sabe que el danés ha enviado por delante a Tiesj Benoot, a Christophe Laporte y al gran Wout van Aert, que correrá la Vuelta. No se fía un pelo. Los intentos de encerrona no van con él.
Vingegaard y Evenepoel se vuelven amigos para siempre. Colaboran y pillan a Pogacar; situación resuelta antes de los tres kilómetros finales, la cuesta a meta. Allí Evenepoel se percata de que él no importa en la pelea por el amarillo, porque Pogacar lo deja partir. Está a 5 minutos.
En cambio, el demarraje final es espectacular. Si queda alguna mosca se muere del susto. ¡Señoras y señores! Ha partido un misil desde el pelotón del Tour. Pogacar, de pie sobre la bici, por poco pilla a Evenepoel y le saca dos segundos extras a Vingegaard. “Sólo quise probar las piernas para ver si todavía estaban bien y darles un poco de presión a Jonas y Remco”. ¡Fantástico! Mañana será otro día.