Alentar el buen actuar de efectivos policiales de la zona, es una tarea que debería ser propia de superiores y autoridades políticas, pese a que en la práctica tendría que ser sencillamente el comportamiento ordinario de todo agente del orden.
El desnivel entre la obligación policial y el actuar contrario a la ley, indisimulablemente obliga a buscar alternativas para fomentar lo correcto en una institución vulnerada por la corrupción y la mimetización de la delincuencia.
Los policías están en el constante dilema de combatir a la delincuencia o someterse a ella.
En una sociedad normal, es decir correcta, cumplidora mayoritariamente de las reglas de convivencia, respetuosa del patrimonio ajeno y autodeterminada dentro de los principios del estado de derecho, solo debería premiarse comportamientos heroicos, extraordinarios, más allá de lo común humano. Sin embargo ante la necesidad imperiosa de rescatar a esta institución, y de recordar que la honorabilidad es un valor, el más sencillo acto de cumplimiento de labores, ya es aplaudible.
Esta realidad hace caer en la realidad del nivel de degradación de las instituciones, y puntualmente de la Policía Nacional, debido a delincuentes que utilizan el uniforme justamente para buscar la impunidad. Una sociedad que alaba hasta el extremo a autoridades que nada más invierten lo que es dinero del pueblo, es tocar fondo en la mediocridad de actuaciones, por lo que se muestra en la orfandad del deber ser.
La inconducta ha sido patentada por grupos de poder, que, en el mejor de los casos, dejaron pasar todo, con tal de no ocuparse en combatir lo incorrecto. La desatención oficial hacia la moralización de la fuerzas del orden fue la mayor responsable de la hecatombe moral en la que se debate la alicaída policía.
El grado de desvalorización de la sociedad lleva a alabar a autoridades de otros países, donde se percibe al menos un manejo coherente y de repudio a la corrupción.
La inseguridad reinante en la que se sigue sometida, no es ningún hecho fortuito, sino la ironía de una falsa educación familiar, y el incentivo de tener una policía corrupta. Existen buenos policías, y en verdad, penosamente, hoy en día ser buen agente del orden es ser prácticamente un héroe, dentro de tanta inmundicia esparcida por bandidos que fungen estar del lado bueno.
En muchos de los casos, aquellos que viven dentro del margen legal, de la coherencia, ética y moral, son vistos como raros, pues el “joder”, coimear, extorsionar y despojar son acciones mayoritarias.
Con tantos malos ejemplos de impunidad, de riqueza sin esfuerzo, solo se publicita a la inconducta como forma de sobrevivir en la jungla.
Un agente policial correcto, a la par de arriesgar perder la vida por un miserable salario, expone a la misma familia a consecuencias nefastas, justamente por la corrupción policial, pues los enemigos pueden ser propios camaradas.
La impunidad es la vitamina de la corrupción, y permite que grupos de marginales hoy se erijan en dueños de ciudades enteras, y verdugos de lo correcto.
No todo debe seguir teniendo precio, pues la integridad es innegociable.
Es sumamente penoso tener que dudar entre quien es más peligroso, si el delincuente común o aquel que viste uniforme. Reflotar como preponderante la honorabilidad en los seres humanos, será el primer paso en el intento de recuperar la esencia institucional y humana.
La reingeniería de conductas y el restablecimiento de la real escala de valores, deben comenzar desde la Comandancia policial, y expandirse hasta el último puesto, pues es muy difícil sobrevivir en un contexto donde el que no roba es un tonto, con aval de superiores.